Como todas las mañanas Tang-Shin, sentado en las escaleras de su porche , teje canastos de bambú.
Con aire distraido elige cuidadosamente cada tallo, lo acaricia como si de la curva de su cintura se tratara, y silba una triste melodía sin dejar de mirar el camino que va al santuario.
Su pelo negro, largo y brillante como la noche, recogido en una trenza, sus ojos del color de la almendra tostada, y su cuerpo delgado cubierto por una sencilla vestimenta de color marrón..
Es un muchacho callado, tímido, de mirada limpia.
Tang-Shin ladea su cabeza, mira al horizonte, piensa en ella.
Qué hermosas están las montañas ahora que llegó la primavera.
El tibio sol de la mañana se posa en sus pies, podrían hacer juntos tantas cosas en este bello día…
Le ayudaría a recoger las flores más hermosas para llevarlas al santuario, tocaría para ella melodías encantadas, harían tantas cosas..y sin embargo no se atreve a mirarla.
No al menos cuando ella está cerca, tan cerca que su perfume le asfixia y el sonido de su risa cantarina le abre el pecho y le desarma, tan cerca que el roce de su vestido con la tierra le provoca solamente abrazarla, tan cerca que siente que su voz entre otras palabras le llama, tan cerca que le rompe el corazón porque ella es suya solo en sueños solo , porque nunca besará su pequeña boca, porque nunca acariciara su espalda, porque no es digno de ella, no se atreve a mirarla.
Aún es temprano, sabe que aun quedan varias horas para que la señora Yang pase por su puerta compañada por su criada.
Intenta visualizarla en su mente, grabar su rostro en su alma.
Su cuerpo menudo y frágil, la palidez de su piel, su delicado perfume a sándalo, su cabello recogido en una nuca perfecta que pide a gritos ser besada.
Quizá hoy lleve el kimono azul y sujete en sus manos en ese libro que siempre le acompaña.
Su paso lento, su sonrisa delicada, se le cae el cesto de las manos.
No debería de pensar en nada.
Tang-Shing sigue tejiendo con manos enamoradas, ya queda menos para verla subir esa pesada cuesta, con sus piececitos de hada.
Cerca hay otro camino más corto y menos pesado que lleva al templo, pero a ella le gusta comprar yuzus en el puesto que hay frente a su casa, se detiene unos minutos y los escoge personalmente, paseando sus dedos por la textura, colocándolos en la cesta de su criada.
Solo compra dos o tres, pero alli siempre hace su parada.
El momento en el que ella se gira para colocar la fruta él no puede mirarla porque el sol el cubre la cara, tiene que esperar a que siga su marcha para seguir contemplándola.
La señora Yang se mira en el espejo, tiene de kimonos cubierta su cama, ya se ha probado varios, se sienta en el tocador y mira su cara.
Sigue siendo bonita y joven a pesar de llevar una dura vida de casada.
Abre el cajón de las joyas las mira , las toca, no coge nada, sólo su kimono azul, acaricia su seda y sus hebras de plata.
Coge algo de dinero, llama a su criada, y con gran sonrisa recibe al sol de mediodia en su ventana.
Pasean con calma, recorriendo el mismo camino de todas las mañanas.
Al llegar a la cuesta siente como el corazón se le acelera, como le sudan las manos y se enrojece un poco su cara.
Su mirada fija en el suelo poco a poco se levanta, llegan al puesto de yuzus, el joven Tang-Shing teje suspiros entre canastas.
Ella siente como una melodia cruza el camino hasta su parada, siente la respiración de él, lenta, pausada, siente como lucha por no mirarla, siente que es bambú que se dobla para ser por sus manos acariciada, siente tanta pasión que le queman las entrañas.
Y acaricia la fruta, y la sujeta en su falda y la coloca en la cesta y se pierde en su cara.
Quiere besar esos labios jóvenes de almíbar y deslizar sus manos por su pecho que brilla bajo el calor del sol llamándola y quisiera decirle tantas cosas, y quisiera solamente ser su amada.
La fruta en el cesto, Tang-Shing teje canastas, la señora Yang perdida, unidas pro siempre sus almas.
Con aire distraido elige cuidadosamente cada tallo, lo acaricia como si de la curva de su cintura se tratara, y silba una triste melodía sin dejar de mirar el camino que va al santuario.
Su pelo negro, largo y brillante como la noche, recogido en una trenza, sus ojos del color de la almendra tostada, y su cuerpo delgado cubierto por una sencilla vestimenta de color marrón..
Es un muchacho callado, tímido, de mirada limpia.
Tang-Shin ladea su cabeza, mira al horizonte, piensa en ella.
Qué hermosas están las montañas ahora que llegó la primavera.
El tibio sol de la mañana se posa en sus pies, podrían hacer juntos tantas cosas en este bello día…
Le ayudaría a recoger las flores más hermosas para llevarlas al santuario, tocaría para ella melodías encantadas, harían tantas cosas..y sin embargo no se atreve a mirarla.
No al menos cuando ella está cerca, tan cerca que su perfume le asfixia y el sonido de su risa cantarina le abre el pecho y le desarma, tan cerca que el roce de su vestido con la tierra le provoca solamente abrazarla, tan cerca que siente que su voz entre otras palabras le llama, tan cerca que le rompe el corazón porque ella es suya solo en sueños solo , porque nunca besará su pequeña boca, porque nunca acariciara su espalda, porque no es digno de ella, no se atreve a mirarla.
Aún es temprano, sabe que aun quedan varias horas para que la señora Yang pase por su puerta compañada por su criada.
Intenta visualizarla en su mente, grabar su rostro en su alma.
Su cuerpo menudo y frágil, la palidez de su piel, su delicado perfume a sándalo, su cabello recogido en una nuca perfecta que pide a gritos ser besada.
Quizá hoy lleve el kimono azul y sujete en sus manos en ese libro que siempre le acompaña.
Su paso lento, su sonrisa delicada, se le cae el cesto de las manos.
No debería de pensar en nada.
Tang-Shing sigue tejiendo con manos enamoradas, ya queda menos para verla subir esa pesada cuesta, con sus piececitos de hada.
Cerca hay otro camino más corto y menos pesado que lleva al templo, pero a ella le gusta comprar yuzus en el puesto que hay frente a su casa, se detiene unos minutos y los escoge personalmente, paseando sus dedos por la textura, colocándolos en la cesta de su criada.
Solo compra dos o tres, pero alli siempre hace su parada.
El momento en el que ella se gira para colocar la fruta él no puede mirarla porque el sol el cubre la cara, tiene que esperar a que siga su marcha para seguir contemplándola.
La señora Yang se mira en el espejo, tiene de kimonos cubierta su cama, ya se ha probado varios, se sienta en el tocador y mira su cara.
Sigue siendo bonita y joven a pesar de llevar una dura vida de casada.
Abre el cajón de las joyas las mira , las toca, no coge nada, sólo su kimono azul, acaricia su seda y sus hebras de plata.
Coge algo de dinero, llama a su criada, y con gran sonrisa recibe al sol de mediodia en su ventana.
Pasean con calma, recorriendo el mismo camino de todas las mañanas.
Al llegar a la cuesta siente como el corazón se le acelera, como le sudan las manos y se enrojece un poco su cara.
Su mirada fija en el suelo poco a poco se levanta, llegan al puesto de yuzus, el joven Tang-Shing teje suspiros entre canastas.
Ella siente como una melodia cruza el camino hasta su parada, siente la respiración de él, lenta, pausada, siente como lucha por no mirarla, siente que es bambú que se dobla para ser por sus manos acariciada, siente tanta pasión que le queman las entrañas.
Y acaricia la fruta, y la sujeta en su falda y la coloca en la cesta y se pierde en su cara.
Quiere besar esos labios jóvenes de almíbar y deslizar sus manos por su pecho que brilla bajo el calor del sol llamándola y quisiera decirle tantas cosas, y quisiera solamente ser su amada.
La fruta en el cesto, Tang-Shing teje canastas, la señora Yang perdida, unidas pro siempre sus almas.